Una educación que busca la unidad entre Fe y Razón

Así como perfeccionamos las ciencias, debemos perfeccionar la moral, sin la cual el saber se destruye. (Isaac Newton)







viernes, 29 de enero de 2010

El gozo de buscar la verdad


Por José Pedro Fuster Pérez
Colegio Edith Stein

“Todos los hombres desean saber”, así nos decía Aristóteles para adoptar una actitud de búsqueda hacia la verdad. Como el arquero que pone en tensión todos sus músculos y sentidos para lograr dar en el blanco, así el mismo hombre, debe ejercitarse en desarrollar su entendimiento para descubrir la verdad que es de todos y para siempre. Esto es, tratar de adquirir conocimientos universales que le ayuden a conocerse mejor y encontrar sentido a todas sus acciones. Cuando el hombre alcanza este propósito entra en un estado de pasmo, de asombro y de anonadamiento porque ha contemplado que está inmerso en el mundo y comparte un mismo destino con los suyos. Ha descubierto una filosofía implícita en su ser que rige su conciencia y por el cual se nutren sus principios primeros y universales. Una vez descubierto, apela a su voluntad para que exista coherencia entre lo que dice y hace.


Inteligencia y voluntad son las dos potencias más excelsas que poseemos, que nos pertenecen en exclusiva. Ambas deben ejercitarse durante toda nuestra existencia si no queremos que se deformen y entren en un estado de cerrazón, de bloqueo sistemático de nuestro entendimiento por buscar la verdad. Cuando se llega a este punto qué difícil es dialogar, qué ardua la tarea de llegar a verdaderos encuentros.

La cerrazón provoca, en todos los órdenes de la vida, inhibición, indiferencia y apatía por conocer la verdad. Por ende, su consecuencia más inmediata será la distorsión de un pensamiento recto y ordenado con la posibilidad grave de inducir a otros al error.

Bajo una atenta mirada sobre la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II, propongo un avance en esa búsqueda por orientarse en la verdad. Pero esto no se puede producir, si previamente no hemos desterrado la cerrazón de nuestros esquemas mentales. Por tanto, debemos mostrar entusiasmo y apertura por conocer más y mejor la realidad de las cosas y del ser humano.

En este sentido, la primera regla consistiría en asumir e interiorizar que el conocimiento del hombre es un camino que no tiene descanso. Podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el hombre “es” pero “no está del todo configurado”. Nuestras vivencias, nuestras obras, nuestros valores…, irán conformando nuestra personalidad, nuestra manera de pensar, vivir y hablar. Los instintos del hombre no están cerrados, como sucede en los animales, requieren de inteligencia y voluntad para desarrollarlos plenamente. Igual ocurre con el conocimiento de las cosas…, he de mostrar una actitud inconformista al respecto, he de tener, si se quiere decir así, “sed” por aprender siempre, no interrumpir jamás mi aprendizaje. Esta determinación es clave para iniciarse en la hermosa y noble tarea de conocerse a sí mismo, de conocer el cosmos y de conocer, dentro de nuestras limitaciones y hasta donde podamos, a Dios.

La segunda regla no menos importante, puesto que con la primera evitamos caer en un irracionalismo salvaje y con ésta desarrollar un racionalismo miope, consistiría en tomar conciencia que ese camino sin descanso no hay que recorrerlo con el orgullo de quien piensa que todo es fruto de una conquista personal. Si no entramos en el camino con la virtud de la humildad, es muy probable que caigamos en la trampa de la autosuficiencia, muy común en estos tiempos, y en la capacidad de hincharnos exageradamente de atributos, bien por ocupar posiciones elevadas, bien por reputación, bien por las importantes funciones que podamos ejercer en una empresa… ¡Y cuánto engaño!, como nos diría Balmes en su obra “EL Criterio”, el hombre en todas las condiciones sociales, en todas las circunstancias de la vida, es siempre hombre, es decir, una cosa muy pequeña…, desgraciado el que desde sus primeros años no se acostumbra a rechazar la lisonja, a dar a los elogios que se le tributan el debido valor; que no se concentra repetidas veces para preguntarse si el orgullo le ciega, si la vanidad le hace ridículo, si la excesiva confianza en su propio dictamen le extravía y le pierde…

Por último, la tercera regla se fundaría en el “temor de Dios”, entendiendo este temor como un reconocimiento a la dimensión de la trascendencia soberana. Juan Pablo II nos dice: la fe no teme a la razón, a una razón abierta a lo trascendental. Mil veces ocurre, que un poco de ciencia, un eclecticismo de conocimientos científicos, nos alejan de Dios, y mucha ciencia, en cambio, nos acerca a Dios porque quien lo adquiere reconoce un orden, un dinamismo escrito en lenguaje matemático, cuyo código sólo lo adquieren unos pocos. El resto de mortales, como yo, acudimos a la Biblia, que está escrito en un lenguaje más sencillo, que no por ser más sencillo para su comprensión, entra en contraposición con el lenguaje matemático. Todo lo contrario, las Sagradas Escrituras y la Ciencia se complementan, se encuentran y dialogan para que todos lleguemos al conocimiento de la verdad. Sólo el acto humano y sus libres interpretaciones son los que ensombrecen esta auténtica comunión que ofrecen ambos lenguajes.

Renunciar a estas tres reglas para progresar en el conocimiento de la verdad, es exponerse al riesgo del fracaso. En fin, nos podríamos dejar seducir por la necedad y la dictadura del relativismo.

Pero es un gozo ponerse a caminar en busca de la verdad con la mejor túnica; la humildad, el mejor calzado; la ciencia y el mejor alimento; la filosofía… Y si quieres llegar antes, utiliza la mejor cartografía; la fe.
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El gozo de buscar la verdad (Gaudium de veritate) es el lema de nuestro colegio.