Una educación que busca la unidad entre Fe y Razón

Así como perfeccionamos las ciencias, debemos perfeccionar la moral, sin la cual el saber se destruye. (Isaac Newton)







martes, 9 de febrero de 2010

Estupidez en serie


Por José Ramón Ayllón
Filósofo, escritor y novelista

Leticia tiene quince años, una guitarra, varios hermanos y mucha simpatía. Le pregunto su opinión sobre las series de televisión. Me responde que ha decidido no verlas, porque le parece que confunden el amor con la obsesión por enchufar sexo en las cabezas de los espectadores. “Pretenden hacernos creer –me explica- que lo normal es el sexo fuera del matrimonio, el aborto y la eutanasia, y –sobre todo- la homosexualidad. Además, como los guiones están llenos de humor, parece que todo lo que muestran es bueno y maravilloso”.

Algún lector estará pensando que esta chiquilla es un poco estrecha, pero José Antonio Marina dice algo muy parecido: “Si yo fuera un extraterrestre y viera algunos programas de televisión, pensaría que los humanos son unos salidos que no piensan nada más que en el sexo. Es la presión de los adultos, entre otras cosas por razones comerciales, la que está reduciendo el periodo infantil y lanzando, sobre todo a las chicas, a un mundo obsesivamente sexualizado”.

Algún Lector pensará, sin duda, que Marina es un poco estrecho, pero Ángeles Caso lamenta esa misma marea de zafiedad en programas donde “se miente, se grita, se insulta, se calumnia y se rebuzna”. Además, por su propia condición, Ángeles Caso se centra en el punto de la degradación televisiva que más le duele: la reducción de las mujeres a trozos de carne, a marujas parlanchinas, a compradoras compulsivas, a exhibicionistas de cuerpos espléndidos con cerebros de mosquito.

Es posible que Ángeles Caso sea un poco estrecha, pero Emilio Lledó también piensa que “nuestra televisión es una basura. Y su tiranía sobre la conciencia infantil y juvenil es un problema más grave que el desempleo y la crisis económica. Esos otros educadores han invadido sin derecho alguno el espacio de la educación, y han introducido valores, ideas y palabras mortales para la vida de la mente y de los hombres. La educación auténtica exige idealismo y generosidad, y sólo es posible por el cultivo del conocimiento, de la mirada sobre la realidad de la vida y de los hombres. No se trata de algo utópico. Lo utópico, irreal y ridículo es el pragmatismo de lo inútil, la falacia de convertir en real las informaciones o esperpentos que nos venden como vida, ese detritus mental que se produce en muchos rincones de la sociedad”.

Tal vez Lledó..., pero Robert Spaemann también opina que "quienes trabajan en ese medio de comunicación aplican casi únicamente el criterio del impacto para seleccionar los temas. De este modo, la tradición basada en valores normales de la vida no tiene ya espacio. La televisión destruye sistemáticamente la diferencia entre lo normal y lo anormal, porque en sus parámetros lo normal carece de interés. Por lo tanto, ni el equilibrio, ni la verdad, ni la belleza se respetan como valores. No sé si peco de pesimista, pero creo que la dependencia de las personas de la televisión es el hecho más destructivo de la civilización actual".

Quizá Lledó y Spaemann sean filósofos estrechos, pero es Arturo Pérez-Reverte quien coincide con ellos y lamenta lo que ha visto en “una de esas series de estudiantes, y de jóvenes en su misma mismidad”, donde no falta un rata, varias chicas preocupadas porque Mariano no las mira, un cachas que se cepilla a una de ellas, un guapo que está saliendo de la droga, una profesora con ganas de tirarse a los alumnos, un gay que encuentra su media naranja en otro chico gay que resulta ser hijo del conserje, una chica que se queda embarazada... “Lo malo es que todo eso rebota fuera, y en vez de ser la serie la que refleja la realidad de los jóvenes, al final resultan los jóvenes de afuera los que teminan adaptando sus conversaciones, sus ideas, su vida, a lo que la serie muestra (...). Y me aterra que semejantes personajes, irreales, embusteros en su pretendida naturalidad, tan planos como el público que los reclama e imita, se consagren como referencias y ejemplos”.

Los griegos calificaban de obsceno lo que no debía ser representado sobre el escenario del teatro, por considerarlo degradante para el espectador. Pero nosotros somos posmodernos, y no necesitamos moralina de Pericles ni de Pérez-Reverte. Por eso producimos estupidez en serie, y luego vemos esas series con gusto, pues estamos encantados de descender del mono y de los surrealismos y totalitarismos del siglo XX, que nos han acostumbrado a admitir que lo negro es blanco, y la noche día, y a tomar la basura por la más grande de las creaciones humanas. Y, ahora, si algún lector piensa que estoy exagerando en este párrafo, debo reconocer que tiene razón: por suerte, hay mucha gente como Leticia.