Una educación que busca la unidad entre Fe y Razón

Así como perfeccionamos las ciencias, debemos perfeccionar la moral, sin la cual el saber se destruye. (Isaac Newton)







domingo, 18 de abril de 2010

La educación escolar



Por José Ramón Ayllón
Arvo.net

Si educar es preparar para la vida, no es posible una buena vida sin una buena educación. Pero el fracaso escolar crece en España, y esa situación es más preocupante si se la considera como abono perfecto del fracaso existencial entre la gente joven. Varios pueden ser los remedios eficaces, pero pienso que todos han de tener en común una condición imprescindible: llegar a tiempo.

La importancia de llegar a tiempo.

Entre mis alumnos he visto varios casos de adolescentes que empiezan a torcerse a pesar de su buena cabeza y su buen ambiente familiar. Describo y resumo una mala evolución típica. Problemas de relación con compañeros de clase, o mala influencia de algunos, producen en un chico o chica de trece años pérdida de concentración en el estudio y bajos rendimientos. Ese fracaso les distancia de sus padres.

La frustración crece e intenta paliarse con la bebida, el jugueteo con la droga, y las relaciones sexuales ocasionales con colegas de perfil similar. A la edad de veinte años, la vida de estos jóvenes puede ser ya un completo caos, y acuden al psiquiatra con un cuadro más o menos agudo de alcoholismo, drogodependencia y depresión. Ahora la solución quizá sea difícil, pero cuando tenían trece años hubiera sido muy fácil. La pregunta obligada es: )qué podíamos haber hecho entonces para no llegar a estos extremos?, )podríamos haber llegado a tiempo?Se nos podría llamar alarmistas o catastrofistas si las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud no dijeran que el suicidio es la primera causa de muerte entre jóvenes de 18 a 24 años.

Por desgracia, múltiples estudios en países occidentales atestiguan que uno de cada cinco niños presenta problemas psicológicos serios, y que uno de cada seis jóvenes de 20 años presenta síntomas de embriaguez crónica. Sólo en Francia, se fugan cada año de sus casas más de cien mil adolescentes. Estos y otros datos igualmente dramáticos, lejos de ser inevitables, son la demostración de que la familia y la escuela llegan demasiado tarde, cuando muchas vidas pueden estar dentro o cerca de la ruina.

Diversas instituciones estatales intentan atajar y reducir estas situaciones con campañas preventivas de información. Pero la experiencia resultante dice que la información, con ser positiva, es muy insuficiente. Entre otras cosas porque el origen del problema no está en la droga, el alcohol, el sexo irresponsable o el fracaso escolar, sino en las crisis afectivas que atraviesan tantos jóvenes, que les llevan a buscar el falso refugio de esas conductas. Por eso, la verdadera eficacia estaría en la prevención, y prevenir significa eliminar la raíz. Una raíz compleja, en la que se entrelazan factores como la herencia genética, la familia, el centro educativo y el entorno social. Si hubiera una solución para esta complejidad, habría de ser una solución educativa, por el lado del desarrollo afectivo.

Platón dijo que toda la educación podría resumirse en enseñar al joven qué placeres debe aceptar y rechazar, y en qué medida. Adaslair Macintyre traduce así el consejo platónico: "Una buena educación es, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo el bien, y a sentir disgusto haciendo el mal".

Falta de autoridad y síndrome lúdico.

Ya hemos dicho que la buena vida está necesariamente condicionada por la educación recibida. Los más recientes ensayos e informes sobre el mundo escolar español detectan dos puntos por donde nuestra educación hace agua: la falta de autoridad y el síndrome lúdico. Se trata de dos puntos débiles que impiden o comprometen seriamente una educación de calidad. En su exposición sigo de cerca el magnífico ensayo Los límites de la educación, publicado por Mercedes Ruiz Paz en 1999.

Decir que toda educación requiere autoridad es casi una afirmación de perogrullo. Hablo de una autoridad que no es el autoritarismo de la violencia física o la humillación, sino el prestigio capaz de garantizar un orden básico. Un orden que precisa información moral sobre lo que está bien y lo que está mal, para que la norma de conducta no sea la ausencia de toda norma, el todo vale. En el mencionado ensayo, la autora explica que la autoridad supone transmitir la obligatoriedad de unas pautas y valores fundamentales, de unos criterios que ayudarán a construir personalidades equilibradas, capaces de obrar con libertad responsable. Algo que, en en fondo, no es tan difícil.

Todos entendemos que la primera autoridad debe ejercerse y aprenderse en la familia. Y también tenemos claro que esto no siempre sucede. Lo mismo que hay un pensamiento débil, existe un modelo de paternidad débil, capaz de vender los hijos al diablo con tal de no ser demagógicamente tachado de tirano o represor. Pero educar también es reprimir lo que de indeseable pueda haber en una conducta. En estos últimos años, muchos padres y profesores escamotean esta responsabilidad tratando a sus hijos y alumnos de igual a igual, como colegas o amiguetes, sin comprender que la educación no es ni debe ser una relación entre iguales. Con los hijos, por poner un ejemplo, no se puede discutir la necesidad de atención médica, y los padres son responsables de esa atención sin discusión. Es equivocado atribuir a la autoridad la posible infelicidad de un hijo o un alumno. En realidad, sucede lo contrario. Una correcta autoridad hace que el niño y el joven se sientan queridos y seguros, pues notan que le importan a alguien. Mafalda siente la autoridad de sus padres en cuestiones tan cotidianas como la obligación de tomarse la sopa que detesta. Un día está sola en su habitación y dice: ")Mamá?". Y oye la respuesta: ")Qué?". La niña constesta: "Nada. Sólo quería cerciorarme de que aún hay una buena palabra que continúa vigente".

Los expertos en psicología infantil suelen explicar cómo los padres decepcionan al niño si le dejan hacer todo lo que quiere, entre otras cosas porque su equivocada tolerancia hará del pequeño un pequeño tirano antipático. Pero hay adultos que parecen obsesionados por proporcionar a los niños y jóvenes una felicidad absoluta y constante, y sobre ese error se monta otro más craso: el de una permisividad e impunidad casi completas. Cualquier precio parece pequeño con tal de disfrutar de la armonía familiar o escolar, pero la armonía lograda a base de todo tipo de concesiones se asienta sobre un polvorín, pues el niño y el adolescente son por naturaleza insaciables. Hasta aquí el desenfoque de la autoridad. Otro desenfoque típico de la actual educación es el denominado síndrome lúdico. Como ejemplo, valdría el de un colegio público que abría su proyecto educativo en el curso 1995-96 con estas palabras: "Tenemos como objetivo prioritario el que nuestros niños y niñas sean felices".

Además de ser una enorme ingenuidad, tal declaración de intenciones ni siquiera es discutible, pues la actividad principal de un centro escolar no es ni debe ser la lúdica, y menos cuando observamos que el nivel académico de muchos centros está tocando fondo, mientras se convierten en ludotecas o talleres artesanales. Si hace años la inspección o la dirección del centro podían cuestionar al profesor cuyos alumnos a los seis años no leían, en la actualidad se hace sospechoso el profesor cuyos alumnos con seis años leen. "(Qué habrá hecho! (Cómo les habrá forzado!".

El síndrome lúdico, paralelo al desprestigio del esfuerzo personal, tiene raíces profundas en nuestra sociedad. Si los políticos miran a las personas como votantes, la economía capitalista las reduce a la condición de compradores, y concentra su publicidad en conseguir que sus clientes se hipotequen con tal de llevar una vida desparramada y cómoda. Ello suele conducir a sociedades integradas por tipos humanos adolescentes, compulsivos, poco dados a la reflexión, con alergia a la responsabilidad. Esa situación, aplicada a nuestro país, ha hecho decir a Umbral que en España la gente no es de izquierdas ni de derechas, sino de El Corte Inglés. Si esto es así, además del beneficio astronómico de El Corte Inglés, en el terreno educativo -dice Mercedes Ruiz- nos encontramos a unos adultos que son adolescentes educando a otros adolescentes, todos más o menos dominados por un síndrome lúdico que impide la madurez de los alumnos.De esta ludopatía son responsables los padres en la medida en que explican el colegio a sus hijos más jóvenes como un lugar para jugar con los amigos y pasarlo bien.

Corregir ese planteamiento equivocado puede costar al profesor no sangre, pero sí sudor y lágrimas, y en el peor de los casos podría no conseguirlo. El chico ha de saber que al colegio se va a aprender, que sólo se aprende con esfuerzo, que ese esfuerzo merece la pena y es gratificante, y que no debe confundir el ámbito familiar y el escolar. El colegio no es una extensión del hogar, y por eso el alumno no puede levantarse, parlotear o mascar chicle según le venga en gana. Actualmente, "si el alumno no acudiera al centro con los criterios y referencias equivocados, el maestro no tendría que perder tanto tiempo en colocarle en situación de civilidad y sosiego desde la cual comienza a ser posible la enseñanza".

La crisis de autoridad y la confusión entre el aprendizaje y el juego son aliados perfectos para que en el aula se genere un clima de indisciplina que no beneficia a nadie y perjudica a todos. Cualquier profesor admite que hoy, veinte alumnos por clase son más difíciles que cuarenta hace diez años. Y ese mismo profesor no se siente respaldado por los padres de sus alumnos, sabe que con frecuencia no es presentado ante los ojos de niños y jóvenes como una persona que merece respeto, deferencia y atención. "Ahora el problema es que unos muchachos que aún están por civilizar, que aún no tienen suficientes conocimientos, que emocionalmente apenas se han desarrollado, y que están forzosamente carentes de criterios, de lo único de lo que han sido informados es de la posibilidad que tienen de criticar y denunciar todo aquello que contravenga su parecer".

Esta situación también tiene su explicación en los tiempos que corren. El mundo ha cambiado mucho y rápido. Modos tradicionales de ver la vida y de vivirla quizá no hayan caducado como los yogures, pero han perdido su vigencia. De ahí se suele llegar a la falsa conclusión de que todo es relativo, y entonces deja de tener sentido aconsejar a los hijos y alumnos sobre conductas y valores. Así, muchos padres permanecen bloqueados para ejercer acciones positivamente educativas.

Por otro lado, la sensación de que sus padres se equivocaron con ellos les recuerda que ellos pueden equivocarse a su vez con sus propios hijos, y esa posibilidad hace que conciban la educación en negativo -qué cosas son las que no quieren para sus hijos-, sin elaborar un modelo de referencia positivo transmitido con el propio ejemplo. Mientras tanto, los hijos flotan en la indiferencia y se mueven entre el desconcierto y la desorientación. Enfoques correctosHemos dicho que no es posible la buena vida sin una buena educación. Pero, )quién establece las líneas maestras de la educación? ¿Quién define las coordenadas de una educación de calidad? Hay una respuesta obligada: la familia y las instituciones educativas, respetando siempre la propia tradición cultural. La familia en primer lugar, porque los hijos son hijos de sus padres, no del colegio ni del Ministerio de Educación.Aunque de hecho no siempre coincidan, padres, colegios y Ministerio de Educación deberían coincidir al elegir como modelos educativos los mejores. En 25 siglos de civilización occidental hay modelos educativos que ganan por abrumadora mayoría y configuran esencialmente nuestra cultura. Modelos integrados por rasgos fundamentales que menciono a continuación.Se trata de rasgos o cualidades que derivan directamente de la condición humana, que la visten como un traje a la medida y permiten su pleno desarrollo.

Desde Aristóteles se define al hombre como animal racional y animal social. Pues bien, la mejor educación de la razón consiste en capacitarla para descubrir el bien y ponerlo en práctica. La inteligencia que descubre el bien se llama conciencia moral (primer rasgo), y el paso de la teoría a la práctica del bien se realiza por medio de la prudencia (segundo rasgo).Como la realización del bien suele ser costosa, el tercero de los rasgos educativos fundamentales es la fortaleza, esfuerzo por conquistar y defender lo que merece la pena. Además, nuestra constitutiva animalidad aporta a la conducta humana un resorte fundamental: el placer. La educación del placer, su gestión racional, constituye el cuarto rasgo necesario en toda buena educación, y se llama autocontrol, dominio de sí, templanza.Un quinto rasgo es la justicia, que prescribe el respeto a los derechos de los demás y hace posible la misma existencia de la sociedad. La justicia se concreta en las leyes, reglas de juego que nos permiten salir de la selva y vivir en los dominios de la dignidad. Educar a los jóvenes en el sentido de la justicia y en el control del placer no tiene más o menos importancia... Dice Aristóteles que tiene una importancia absoluta.La conciencia moral, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza son cualidades descubiertas por los griegos. Están esbozadas en Homero y las encontramos en Sócrates, Platón y Aristóteles de forma explícita. Bastaría con citar el mito platónico del carro alado o la Ética a Nicómaco. Estas cinco cualidades son heredadas por los romanos y por la Europa cristiana. Pero el cristianismo añade otras tres cualidades o virtudes que hacen referencia directa a las relaciones del hombre con Dios: me refiero a la fe, la esperanza y la caridad.Decía Pascal -filósofo y matemático- que el último paso de la razón es darse cuenta de que hay muchas cosas que la sobrepasan, y que precisamente por eso es muy razonable creer.

En este mismo sentido dice Josef Pieper, uno de los mejores filósofos alemanes del siglo XX, que "muy bien pudiera ocurrir que la raíz de todas las cosas y el significado último de la existencia sólo pudiera ser contemplado y pensado por los que creen". La esperanza en Dios es la cualidad necesaria para el equilibrio psicológico del único animal que sabe que muere. Y la caridad es la forma de amar más adecuada a la dignidad humana: es, en palabras de Borges, ver a los demás como los ve Dios mismo.

domingo, 11 de abril de 2010

Nadadores a contracorriente



Por Juan Manuel de Prada
17/10/09


Escribía Chesterton que sólo quien nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo. Se trata, desde luego, de un ejercicio nada plácido, pues la energía que el nadador a contracorriente emplea en cada brazada no se corresponde con un avance proporcional; y basta con que flojee en su ímpetu para que la tentación del desistimiento haga mella en él. Quien nada a favor de la corriente, en cambio, no tiene que molestarse en bracear; y ni siquiera es preciso que esté vivo, pues la corriente seguiría arrastrándolo como si tal cosa. Las grandes batallas del pensamiento, las conquistas que han ensanchado el horizonte humano, siempre se han librado a contracorriente; y, con frecuencia, quienes se atrevieron a protagonizarlas fueron contemplados por sus contemporáneos como retrógrados, incluso como peligrosos delincuentes. Pero, junto al rechazo o incomprensión de su época, estos pioneros que osaron contrariar el «espíritu de los tiempos» pudieron proclamar con orgullo que estaban vivos; y con su sacrificio irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte, convocaron a la vida a quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas establecidas nadaban a favor de la corriente.
Así debió ocurrir con los primeros patricios que, en la época de máximo esplendor del Imperio Romano, empezaron a manumitir esclavos, como aquel Filemón que, siguiendo las instrucciones de San Pablo, decidió acoger a su esclavo Onésimo como si de un «hermano querido» se tratase. Cuando Filemón manumite a Onésimo, la esclavitud no era tan sólo una institución jurídica plenamente reconocida, auspiciada y protegida por la ley; era también el cimiento de la organización económica romana. Según establecía el derecho de gentes de la época, los esclavos eran individuos que, aun perteneciendo a la especie humana, no eran «personas» en el sentido jurídico de la palabra, sino «bienes» sobre los que sus amos podían ejercer un «derecho» de libre disposición. Los nadadores a contracorriente como Filemón alegaron entonces que, más allá de los preceptos legales, existía un estado de naturaleza que permitía reconocer en cualquier ser humano una dignidad inalienable; y que tal dignidad era previa a su consideración de ciudadano romano. Aquella subversión del sistema legal establecido ponía en peligro el progreso material de Roma; y quienes entonces nadaban a favor de la corriente se emplearon a fondo en el mantenimiento de un orden legal que favorecía sus intereses. Tan a fondo se emplearon que la abolición de la esclavitud aún tardaría muchos siglos en imponerse; y no lo hizo hasta que el ímpetu pionero de nadadores a contracorriente como Filemón propició una metanoia social, un cambio de mente que antepuso ese meollo irrenunciable de humanidad que nos permite distinguir la dignidad inalienable de cualquier persona sobre los indudables beneficios económicos de la esclavitud. Y en el largo camino que condujo a esa conquista muchos Filemones fueron señalados como retrógrados, perseguidos y condenados al ostracismo.
Como ocurriera hace dos mil años a los primeros patricios romanos que empezaron a manumitir esclavos, ocurre hoy a quienes se oponen al aborto. Los nadadores a favor de la corriente los anatemizan y escarnecen, los calumnian presentándolos como detractores de los «derechos de la mujer», los caracterizan como sombríos «retrógrados» que amenazan el progreso social. Pero, como aquellos primeros patricios romanos que reconocieron en cualquier persona una dignidad inalienable, quienes hoy se oponen al aborto no hacen sino velar por ese meollo irrenunciable de humanidad que nos constituye, que nos permite reconocer como miembro de la familia humana a quien aún no tiene voz para proclamarlo, que nos impone proteger la vida gestante, la más desvalida e inerme, como garantía de nuestra propia supervivencia moral, para que no nos ocurra lo que Marcel Proust denunciaba, al describir el clima de corrupción en el que se desenvolvían sus personajes: «Desde hacía tiempo ya no se daban cuenta de lo que podía tener de moral o inmoral la vida que llevaban, porque era la de su ambiente. Nuestra época, para quien lea su historia dentro de dos mil años, parecerá que hubiese hundido estas conciencias tiernas y puras en un ambiente vital que se mostrará entonces como monstruosamente pernicioso y donde, sin embargo, ellas se encontraban a gusto».
El día en que nos encontremos a gusto en un ambiente vital que consagra el aborto como «derecho» habremos dejado de merecer el calificativo de humanos; porque simplemente habremos dimitido de la razón, que es -según nos enseñaba Aristóteles- capacidad de discernimiento sobre lo que es justo y lo que es injusto. Y cuando el hombre se desprende de la razón es como cuando las ramas se desprenden del árbol, que no les aguarda otro destino sino amustiarse. Cuando el aborto se acepta como una conquista de la libertad o del progreso, cuando se niega o restringe el derecho a la vida de las generaciones venideras, nuestra propia condición humana se debilita hasta perecer; y entonces nos convertimos, irrevocablemente, en esos nadadores a favor de la corriente que, sin advertirlo, aceptan su propia muerte con tal de no bracear. Porque muertos están quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas establecidas defienden el aborto; y también quienes con su silencio o indiferencia lo amparan, quienes con su anuencia sorda respiran sus miasmas, fingiendo que no les contagian.A los soldados aliados que, en su avance hacia Berlín, liberaban los campos de concentración donde durante años se habían hacinado prisioneros famélicos, puras radiografías de hombre despojadas de su dignidad, no les estremecía tanto el espectáculo dantesco que se desplegaba ante sus ojos como la pretendida ignorancia de los lugareños vecinos, que habían visto llegar trenes abarrotados de presos al apeadero de su pueblo, que habían visto humear las chimeneas de los hornos crematorios, que habían visto descender la ceniza de los cadáveres incinerados sobre sus tierras de labranza y, sin embargo, habían fingido no enterarse de lo que estaba sucediendo ante sus narices. Con esta nueva forma de holocausto que es el aborto ocurre lo mismo: llegará el día en que las generaciones venideras, al asomarse a los cementerios del aborto, se estremezcan de horror, como hoy nos estremecemos ante las matanzas que ampararon los totalitarismos de hace un siglo (sólo que, para entonces, las cifras del aborto serán mucho más abultadas, vertiginosas de tan abultadas); pero se estremecerán, sobre todo, ante la complicidad tácita de una sociedad que, dimitiendo de su humanidad, prefirió volver el rostro hacia otro lado cuando se trataba de defender la vida más inerme, que incluso aceptó el aborto como un instrumento benéfico, entronizándolo en la categoría de «derecho». A esas generaciones futuras les consolará, sin embargo, saber que, mientras muchos de sus antepasados renegaba de su condición humana, acatando la barbarie y bendiciéndola legalmente, hubo unos cientos de miles de españoles que el sábado 17 de octubre de 2009 salieron a la calle para gritarle a una sociedad que yacía agusanada en la tumba: «Levántate y anda». Y, agradecidos, comprobarán que, con su gustoso sacrificio de nadadores a contracorriente, aquellos cientos de miles de españoles irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte.

sábado, 3 de abril de 2010

Su luz brilla en medio del lodo



Por José Luis Restán. 15/03/2010

Quizás esté siendo la Cuaresma más dura de Benedicto XVI. A la amarga verificación de cuanto dijo en aquel histórico Vía Crucis de 2005 ("¡cuánta suciedad en la Iglesia!") se une una repugnante operación de caza en la que participan desde distintos ángulos la prensa laicista, la disidencia tipo Küng y los lobbys de los nuevos derechos. Días de plomo y furia en los medios, Pedro de nuevo en medio de la tempestad.

Con una precisión de relojero saltan los casos perfectamente medidos, como bombas que persiguen su objetivo. Y mientras se espera la carta dirigida a los católicos de Irlanda tras las terribles denuncias del Informe Ryan, la prensa destapa historias ya viejas en Holanda, en Alemania y en Austria, muchas de ellas juzgadas y archivadas veinte o treinta años atrás. Material inflamable para construir una historia tan sucia como mentirosa. Se trata de instalar en el imaginario colectivo la figura de una Iglesia que ya no es sólo un cuerpo extraño en la sociedad postmoderna, sino una especie de monstruo cuya propuesta moral y cuya disciplina interna abocan a sus miembros a la anormalidad y al abuso.

Sí, ésta es la Iglesia que educó a Europa en el reconocimiento de la dignidad humana, en el amor al trabajo, a las letras y al canto, es la que inventó los hospitales y las universidades, la que forjó el derecho y limitó el absolutismo..., pero eso ahora no importa. Y con la misma delectación con que algunos se aplican a eliminar su rastro de los espacios públicos, otros se aprestan a demoler su imagen.

Ya escucho la pregunta: ¿pero es verdad o no lo que se nos cuenta? Veamos los datos. En Alemania, por ejemplo, de los 210.000 casos de abusos a menores denunciados desde 1995, 94 corresponden a eclesiásticos. Cierto que 94 casos en parroquias y colegios son una enormidad, constituyen una llaga en el cuerpo de la Iglesia y plantean gravísimas preguntas. Cierto también que de los miembros de la Iglesia, especialmente de quienes tienen el encargo de educar, se espera siempre más que de la media, pues a quien mucho se le ha dado mucho se le ha de exigir. Pero digamos también muy claro que la Iglesia no vive en el espacio, fuera de la historia. Está formada por hombres débiles y pecadores, su cuerpo se ve asaltado por las corrientes culturales de la época y no faltan momentos en que la conciencia de muchos de sus miembros está más determinada por el mundo que por la tradición viva que han recibido.

El horror de estos casos no puede minimizarse, y por eso Benedicto XVI (ya desde que era Prefecto de la Doctrina de la Fe) ha puesto en marcha una formidable tarea de saneamiento cuyos frutos ya son incluso cuantificables. Pero cuando la gran prensa fabrica primeras páginas a costa de 94 casos y calla miserablemente sobre los otros 200.000, estamos ante una operación asquerosa que debe ser denunciada. Las cifras de esta catástrofe nos hablan de una enfermedad moral de nuestra época y reclaman dirigir la mirada, no al celibato de los sacerdotes católicos, sino a la revolución sexual del 68, al relativismo y a la pérdida del significado de la vida que aflige a las sociedades occidentales.

El sociólogo Massimo Introvigne ha publicado al respecto un magnífico artículo en el que explica que el huracán mediático de estas semanas responde a lo que se conoce como un fenómeno de "pánico moral", perfectamente teledirigido desde determinados centros de influencia. Según su explicación se trata de una "hiperconstrucción social" tendente a crear una figura predeterminada (el monstruo del que hablamos al principio) con materiales fragmentarios y desperdigados en el tiempo.

Existe ciertamente un problema real: sacerdotes (siempre demasiados) que han realizado el nefando crimen del abuso a menores. Pero las dimensiones, los tiempos y el contexto histórico son sistemáticamente alterados o silenciados. Nadie pone esos números de la vergüenza eclesial en relación a la totalidad brutal del problema; nadie dice, por ejemplo, que en los Estados Unidos eran cinco veces más los casos imputados a pastores de comunidades protestantes, o que en el mismo periodo en que en ese país fueron condenados cien sacerdotes católicos, fueron cinco mil los profesores de gimnasia y entrenadores deportivos que sufrieron idéntica condena. ¡Y nadie ha pedido cuentas a la Federación de baloncesto! Por último, el dato más escalofriante: el ámbito más habitual de los abusos sexuales a menores es precisamente el de la familia (allí suceden dos tercios del total de los casos contabilizados). Por tanto, ¿qué tiene que ver el celibato en todo esto? Dejemos aparte las viejas obsesiones de Küng, su arcaica cruzada para vaciar a la Iglesia de su nervio y sustancia. Pero de los diarios laicos, tan puntillosos y “cientifistas”, cabría esperar un poco más de objetividad.

La semana pasada el "pánico moral" teledirigido ha centrado bien alto su objetivo. La caza ha buscado una pieza mayor, el propio Benedicto XVI, el Papa que ha abierto ventanas y ha establecido una batería de disposiciones de máxima transparencia, colaboración con las autoridades y, sobre todo, sanación de las víctimas. Ha sido el Papa que en Estados Unidos y Australia se encontró cara a cara con quienes habían padecido esa terrible experiencia, para pedirles perdón en nombre de una Iglesia de la que ellos son miembros heridos, y merecen por tanto una preferencia total. Las insinuaciones sobre el Papa Ratzinger en esta materia merecerían simple desprecio si no fuese porque indican algo importante de este momento histórico. Hay un poder cultural, político y mediático que ha puesto a Pedro en su punto de mira, ya sin rubor y sin embozo. Cierto que no es la primera vez, y conviene recordarlo. Pero el furor y las armas de esta hora son, si cabe, más insidiosas que los de otros momentos de la historia.

Es posible imaginar la conciencia lúcida con que Benedicto XVI contempla este oleaje, y el consiguiente dolor que le acompaña en este momento dramático en que él mismo se ha convertido, dentro de la Iglesia, en el punto físico que atrae un odio irracional pero no desconocido, porque Jesús ya nos habló de él en el Evangelio. No sé si con algo de ironía, en la Audiencia del pasado miércoles nos dejaba ver cómo quiere ejercer su propio ministerio en este momento de miedos, reacciones viscerales y zozobras varias. Lo hizo mirándose en el espejo de uno de sus maestros más queridos, San Buenaventura: "para san Buenaventura, gobernar no era sencillamente un hacer, sino que era sobre todo pensar y rezar... Su contacto íntimo con Cristo acompañó siempre su trabajo de Ministro General y por ello compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el ánimo de su gobierno y manifiestan la intención de gobernar no sólo mediante mandatos y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando a Cristo". En medio de la tormenta, ésa es la humilde y firme decisión de Benedicto XVI.