Por
José Ramón AyllónArvo.net
Si educar es preparar para la vida, no es posible una buena vida sin una buena educación. Pero el fracaso escolar crece en España, y esa situación es más preocupante si se la considera como abono perfecto del fracaso existencial entre la gente joven. Varios pueden ser los remedios eficaces, pero pienso que todos han de tener en común una condición imprescindible: llegar a tiempo.
La importancia de llegar a tiempo.
Entre mis alumnos he visto varios casos de adolescentes que empiezan a torcerse a pesar de su buena cabeza y su buen ambiente familiar. Describo y resumo una mala evolución típica. Problemas de relación con compañeros de clase, o mala influencia de algunos, producen en un chico o chica de trece años pérdida de concentración en el estudio y bajos rendimientos. Ese fracaso les distancia de sus padres.
La frustración crece e intenta paliarse con la bebida, el jugueteo con la droga, y las relaciones sexuales ocasionales con colegas de perfil similar. A la edad de veinte años, la vida de estos jóvenes puede ser ya un completo caos, y acuden al psiquiatra con un cuadro más o menos agudo de alcoholismo, drogodependencia y depresión. Ahora la solución quizá sea difícil, pero cuando tenían trece años hubiera sido muy fácil. La pregunta obligada es: )qué podíamos haber hecho entonces para no llegar a estos extremos?, )podríamos haber llegado a tiempo?Se nos podría llamar alarmistas o catastrofistas si las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud no dijeran que el suicidio es la primera causa de muerte entre jóvenes de 18 a 24 años.
Por desgracia, múltiples estudios en países occidentales atestiguan que uno de cada cinco niños presenta problemas psicológicos serios, y que uno de cada seis jóvenes de 20 años presenta síntomas de embriaguez crónica. Sólo en Francia, se fugan cada año de sus casas más de cien mil adolescentes. Estos y otros datos igualmente dramáticos, lejos de ser inevitables, son la demostración de que la familia y la escuela llegan demasiado tarde, cuando muchas vidas pueden estar dentro o cerca de la ruina.
Diversas instituciones estatales intentan atajar y reducir estas situaciones con campañas preventivas de información. Pero la experiencia resultante dice que la información, con ser positiva, es muy insuficiente. Entre otras cosas porque el origen del problema no está en la droga, el alcohol, el sexo irresponsable o el fracaso escolar, sino en las crisis afectivas que atraviesan tantos jóvenes, que les llevan a buscar el falso refugio de esas conductas. Por eso, la verdadera eficacia estaría en la prevención, y prevenir significa eliminar la raíz. Una raíz compleja, en la que se entrelazan factores como la herencia genética, la familia, el centro educativo y el entorno social. Si hubiera una solución para esta complejidad, habría de ser una solución educativa, por el lado del desarrollo afectivo.
Platón dijo que toda la educación podría resumirse en enseñar al joven qué placeres debe aceptar y rechazar, y en qué medida. Adaslair Macintyre traduce así el consejo platónico: "Una buena educación es, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo el bien, y a sentir disgusto haciendo el mal".
Falta de autoridad y síndrome lúdico.
Ya hemos dicho que la buena vida está necesariamente condicionada por la educación recibida. Los más recientes ensayos e informes sobre el mundo escolar español detectan dos puntos por donde nuestra educación hace agua: la falta de autoridad y el síndrome lúdico. Se trata de dos puntos débiles que impiden o comprometen seriamente una educación de calidad. En su exposición sigo de cerca el magnífico ensayo Los límites de la educación, publicado por Mercedes Ruiz Paz en 1999.
Decir que toda educación requiere autoridad es casi una afirmación de perogrullo. Hablo de una autoridad que no es el autoritarismo de la violencia física o la humillación, sino el prestigio capaz de garantizar un orden básico. Un orden que precisa información moral sobre lo que está bien y lo que está mal, para que la norma de conducta no sea la ausencia de toda norma, el todo vale. En el mencionado ensayo, la autora explica que la autoridad supone transmitir la obligatoriedad de unas pautas y valores fundamentales, de unos criterios que ayudarán a construir personalidades equilibradas, capaces de obrar con libertad responsable. Algo que, en en fondo, no es tan difícil.
Todos entendemos que la primera autoridad debe ejercerse y aprenderse en la familia. Y también tenemos claro que esto no siempre sucede. Lo mismo que hay un pensamiento débil, existe un modelo de paternidad débil, capaz de vender los hijos al diablo con tal de no ser demagógicamente tachado de tirano o represor. Pero educar también es reprimir lo que de indeseable pueda haber en una conducta. En estos últimos años, muchos padres y profesores escamotean esta responsabilidad tratando a sus hijos y alumnos de igual a igual, como colegas o amiguetes, sin comprender que la educación no es ni debe ser una relación entre iguales. Con los hijos, por poner un ejemplo, no se puede discutir la necesidad de atención médica, y los padres son responsables de esa atención sin discusión. Es equivocado atribuir a la autoridad la posible infelicidad de un hijo o un alumno. En realidad, sucede lo contrario. Una correcta autoridad hace que el niño y el joven se sientan queridos y seguros, pues notan que le importan a alguien. Mafalda siente la autoridad de sus padres en cuestiones tan cotidianas como la obligación de tomarse la sopa que detesta. Un día está sola en su habitación y dice: ")Mamá?". Y oye la respuesta: ")Qué?". La niña constesta: "Nada. Sólo quería cerciorarme de que aún hay una buena palabra que continúa vigente".
Los expertos en psicología infantil suelen explicar cómo los padres decepcionan al niño si le dejan hacer todo lo que quiere, entre otras cosas porque su equivocada tolerancia hará del pequeño un pequeño tirano antipático. Pero hay adultos que parecen obsesionados por proporcionar a los niños y jóvenes una felicidad absoluta y constante, y sobre ese error se monta otro más craso: el de una permisividad e impunidad casi completas. Cualquier precio parece pequeño con tal de disfrutar de la armonía familiar o escolar, pero la armonía lograda a base de todo tipo de concesiones se asienta sobre un polvorín, pues el niño y el adolescente son por naturaleza insaciables. Hasta aquí el desenfoque de la autoridad. Otro desenfoque típico de la actual educación es el denominado síndrome lúdico. Como ejemplo, valdría el de un colegio público que abría su proyecto educativo en el curso 1995-96 con estas palabras: "Tenemos como objetivo prioritario el que nuestros niños y niñas sean felices".
Además de ser una enorme ingenuidad, tal declaración de intenciones ni siquiera es discutible, pues la actividad principal de un centro escolar no es ni debe ser la lúdica, y menos cuando observamos que el nivel académico de muchos centros está tocando fondo, mientras se convierten en ludotecas o talleres artesanales. Si hace años la inspección o la dirección del centro podían cuestionar al profesor cuyos alumnos a los seis años no leían, en la actualidad se hace sospechoso el profesor cuyos alumnos con seis años leen. "(Qué habrá hecho! (Cómo les habrá forzado!".
El síndrome lúdico, paralelo al desprestigio del esfuerzo personal, tiene raíces profundas en nuestra sociedad. Si los políticos miran a las personas como votantes, la economía capitalista las reduce a la condición de compradores, y concentra su publicidad en conseguir que sus clientes se hipotequen con tal de llevar una vida desparramada y cómoda. Ello suele conducir a sociedades integradas por tipos humanos adolescentes, compulsivos, poco dados a la reflexión, con alergia a la responsabilidad. Esa situación, aplicada a nuestro país, ha hecho decir a Umbral que en España la gente no es de izquierdas ni de derechas, sino de El Corte Inglés. Si esto es así, además del beneficio astronómico de El Corte Inglés, en el terreno educativo -dice Mercedes Ruiz- nos encontramos a unos adultos que son adolescentes educando a otros adolescentes, todos más o menos dominados por un síndrome lúdico que impide la madurez de los alumnos.De esta ludopatía son responsables los padres en la medida en que explican el colegio a sus hijos más jóvenes como un lugar para jugar con los amigos y pasarlo bien.
Corregir ese planteamiento equivocado puede costar al profesor no sangre, pero sí sudor y lágrimas, y en el peor de los casos podría no conseguirlo. El chico ha de saber que al colegio se va a aprender, que sólo se aprende con esfuerzo, que ese esfuerzo merece la pena y es gratificante, y que no debe confundir el ámbito familiar y el escolar. El colegio no es una extensión del hogar, y por eso el alumno no puede levantarse, parlotear o mascar chicle según le venga en gana. Actualmente, "si el alumno no acudiera al centro con los criterios y referencias equivocados, el maestro no tendría que perder tanto tiempo en colocarle en situación de civilidad y sosiego desde la cual comienza a ser posible la enseñanza".
La crisis de autoridad y la confusión entre el aprendizaje y el juego son aliados perfectos para que en el aula se genere un clima de indisciplina que no beneficia a nadie y perjudica a todos. Cualquier profesor admite que hoy, veinte alumnos por clase son más difíciles que cuarenta hace diez años. Y ese mismo profesor no se siente respaldado por los padres de sus alumnos, sabe que con frecuencia no es presentado ante los ojos de niños y jóvenes como una persona que merece respeto, deferencia y atención. "Ahora el problema es que unos muchachos que aún están por civilizar, que aún no tienen suficientes conocimientos, que emocionalmente apenas se han desarrollado, y que están forzosamente carentes de criterios, de lo único de lo que han sido informados es de la posibilidad que tienen de criticar y denunciar todo aquello que contravenga su parecer".
Esta situación también tiene su explicación en los tiempos que corren. El mundo ha cambiado mucho y rápido. Modos tradicionales de ver la vida y de vivirla quizá no hayan caducado como los yogures, pero han perdido su vigencia. De ahí se suele llegar a la falsa conclusión de que todo es relativo, y entonces deja de tener sentido aconsejar a los hijos y alumnos sobre conductas y valores. Así, muchos padres permanecen bloqueados para ejercer acciones positivamente educativas.
Por otro lado, la sensación de que sus padres se equivocaron con ellos les recuerda que ellos pueden equivocarse a su vez con sus propios hijos, y esa posibilidad hace que conciban la educación en negativo -qué cosas son las que no quieren para sus hijos-, sin elaborar un modelo de referencia positivo transmitido con el propio ejemplo. Mientras tanto, los hijos flotan en la indiferencia y se mueven entre el desconcierto y la desorientación. Enfoques correctosHemos dicho que no es posible la buena vida sin una buena educación. Pero, )quién establece las líneas maestras de la educación? ¿Quién define las coordenadas de una educación de calidad? Hay una respuesta obligada: la familia y las instituciones educativas, respetando siempre la propia tradición cultural. La familia en primer lugar, porque los hijos son hijos de sus padres, no del colegio ni del Ministerio de Educación.Aunque de hecho no siempre coincidan, padres, colegios y Ministerio de Educación deberían coincidir al elegir como modelos educativos los mejores. En 25 siglos de civilización occidental hay modelos educativos que ganan por abrumadora mayoría y configuran esencialmente nuestra cultura. Modelos integrados por rasgos fundamentales que menciono a continuación.Se trata de rasgos o cualidades que derivan directamente de la condición humana, que la visten como un traje a la medida y permiten su pleno desarrollo.
Desde Aristóteles se define al hombre como animal racional y animal social. Pues bien, la mejor educación de la razón consiste en capacitarla para descubrir el bien y ponerlo en práctica. La inteligencia que descubre el bien se llama conciencia moral (primer rasgo), y el paso de la teoría a la práctica del bien se realiza por medio de la prudencia (segundo rasgo).Como la realización del bien suele ser costosa, el tercero de los rasgos educativos fundamentales es la fortaleza, esfuerzo por conquistar y defender lo que merece la pena. Además, nuestra constitutiva animalidad aporta a la conducta humana un resorte fundamental: el placer. La educación del placer, su gestión racional, constituye el cuarto rasgo necesario en toda buena educación, y se llama autocontrol, dominio de sí, templanza.Un quinto rasgo es la justicia, que prescribe el respeto a los derechos de los demás y hace posible la misma existencia de la sociedad. La justicia se concreta en las leyes, reglas de juego que nos permiten salir de la selva y vivir en los dominios de la dignidad. Educar a los jóvenes en el sentido de la justicia y en el control del placer no tiene más o menos importancia... Dice Aristóteles que tiene una importancia absoluta.La conciencia moral, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza son cualidades descubiertas por los griegos. Están esbozadas en Homero y las encontramos en Sócrates, Platón y Aristóteles de forma explícita. Bastaría con citar el mito platónico del carro alado o la Ética a Nicómaco. Estas cinco cualidades son heredadas por los romanos y por la Europa cristiana. Pero el cristianismo añade otras tres cualidades o virtudes que hacen referencia directa a las relaciones del hombre con Dios: me refiero a la fe, la esperanza y la caridad.Decía Pascal -filósofo y matemático- que el último paso de la razón es darse cuenta de que hay muchas cosas que la sobrepasan, y que precisamente por eso es muy razonable creer.
En este mismo sentido dice Josef Pieper, uno de los mejores filósofos alemanes del siglo XX, que "muy bien pudiera ocurrir que la raíz de todas las cosas y el significado último de la existencia sólo pudiera ser contemplado y pensado por los que creen". La esperanza en Dios es la cualidad necesaria para el equilibrio psicológico del único animal que sabe que muere. Y la caridad es la forma de amar más adecuada a la dignidad humana: es, en palabras de Borges, ver a los demás como los ve Dios mismo.